La casa encantada
[Cuento. Texto completo.]
Virginia Woolf
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo... ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo...», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto...», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana...» «Plata entre los árboles...» «Arriba...» «En el jardín...» «Cuando llegó el verano...» «En la nieve invernal...» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años...», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro...» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón.»
FIN
CUENTO LA MANCHA EN LA PARED (por Virginia Woolf)
Quizá fue a mediados de enero del presente año cuando levanté la vista y vi por
primera vez la mancha en la pared. A fin de concretar el día es preciso recordar
lo que una vio. Por esto, ahora, pienso en el fuego, la constante película de luz
amarilla sobre la página del libro, los tres crisantemos en el redondeado cuenco
de vidrio sobre la repisa de la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y
acabábamos de tomar el té, por cuanto recuerdo que fumaba un cigarrillo,
cuando levanté la vista y vi la mancha en la pared por primera vez. Levanté la
vista, a través del humo del cigarrillo, y mi vista se fijó durante unos instantes en
los carbones ardiendo, y a la mente me vino aquella vieja fantasía de la bandera
roja ondeando en lo alto de la torre del castillo, y pensé en ja cabalgata de los
caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la negra roca. Con cierto alivio por
mi parte, la visión de la mancha interrumpió mi fantasía, ya que se trata de una
fantasía vieja, mecánica, quizá nacida en mi infancia. La mancha era pequeña y
redonda, negra sobre el blanco de la pared, situada seis o siete pulgadas más
arriba de la repisa de la chimenea.
Con cuánta rapidez se arremolinan nuestros pensamientos alrededor de un
objeto nuevo, levantándolo un poco, de la misma manera en que las hormigas
transportan una pajilla muy febrilmente, y luego la abandonan... Si aquella
mancha era una marca dejada por un clavo, el clavo no pudo ser colocado allí
para colgar un cuadro, sino para una miniatura, la miniatura representando a una
señora de blancos rizos empolvados, empolvadas mejillas y labios como claveles
rojos*. Una falsificación, desde luego, por cuanto la gente que vivía en esta casa
antes que nosotros hubiera escogido pinturas así, una vieja pintura para una vieja
estancia. Era gente así, gente muy interesante, y si pienso en ella tan a menudo y
en tan extraños lugares, ello se debe a que jamás la volveré a ver, ni sabré qué
fue de ella. Dejaron esta casa porque querían cambiar el estilo de sus muebles,
eso fue lo que él dijo, y estaba, él, en trance de decir que, a su parecer, el arte
debe tener ideas detrás, cuando fuimos separados, tal como se queda separado
de la vieja dama en trance de verter el té y del joven a punto de golpear la pelota
de tenis en el jardín trasero de la villa en el barrio residencial, cuando se pasa
rápidamente en tren.
Pero, en lo referente a la mancha, realmente no estoy segura. A fin de cuentas, no
creo que fuera una marca dejada por un clavo; era demasiado grande, demasiado
redondeada. Hubiera podido levantarme, pero si me levantaba y la miraba, había
diez probabilidades contra una de que no supiera averiguarlo con certeza;
debido a que, cuando se hace una cosa, una nunca sabe cómo ocurrió. Oh, sí, el
misterio de la vida, la inexactitud del pensamiento... La ignorancia de la
humanidad... Para demostrar cuan poco dominio tenemos sobre nuestras
posesiones —cuan accidental es nuestro vivir, después de tanta civilización—,
séame permitido enumerar unas pocas cosas entre todas las que perdemos a lo
largo de nuestra vida, comenzando por la pérdida que siempre me ha parecido la
más misteriosa entre todas: ¿qué gato es capaz de masticar o qué ratón es capaz
de roer, tres estuches azul pálido de herramientas para encuadernar libros?
Luego vinieron los casos de las jaulas de pájaros, de los aros, de hierro, de los
patines metálicos, del recipiente para carbón estilo Reina Ana, del tablero de
bagatela, del organillo... todo ello desaparecido, y también las joyas. Ópalos y
esmeraldas, enterrados están entre las raíces de los nabos. ¡Qué difícil e irritante
asunto es la certeza! Lo increíble es que lleve ropas puestas y esté rodeada de
sólidos muebles en este instante. En realidad, si se quiere comparar la vida a
algo, debe compararse a que la lancen a una por el túnel del metro a cincuenta
millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una horquilla en el
pelo. ¡Que la lancen a una a los pies de Dios totalmente desnuda! ¡Cruzar,
rodando los prados de asfódelo igual que los paquetes de papel castaño son
lanzados por el tobogán en correos! Con el cabello al viento, como la cola de un
caballo de carreras. Sí, esto parece expresar la rapidez de la vida, el perpetuo
destrozo y reparación, todo tan al azar, tan sin sentido...
Pero después de la vida. El lento arrancar gruesos tallos verdes, de manera que
el cáliz de la flor, al inclinarse, no arroje sobre una un diluvio de luz roja y
morada. A fin de cuentas, ¿por qué no habría una de nacer allá, tal como nació
aquí, indefensa, sin habla, incapaz de centrar la vista, a tientas entre las raíces del
césped, entre los dedos de los pies de los Gigantes? Y en lo tocante a decir lo que
son árboles, lo que son hombres y mujeres, o si semejantes entes existen, no se
estará en condiciones de hacerlo en el curso de cincuenta años
aproximadamente. No habrá nada, salvo espacios de luz y de tinieblas, cruzados
por recias vallas, y quizá, bastante arriba, manchas en forma de rosa de confuso
color —oscuros rosados y azules— que, al paso del tiempo, se harán menos
confusas, se convertirán en... No sé en qué.
Pero esa mancha en la pared no es un agujero, ni mucho menos. Puede haber
sido causada por una sustancia redonda y negra, como un pequeño pétalo de
rosa, resto del pasado verano, ya que no soy un ama de casa muy esmerada —y,
como demostración, basta mirar, por ejemplo, el polvo en la repisa del hogar,
polvo que, según dicen, enterró a Troya tres veces, y sólo algunos fragmentos de
cerámica se resistieron a ser aniquilados, lo cual parece cierto.
El árbol junto a la ventana golpea muy levemente el vidrio... Quiero pensar
tranquilamente, en calma, anchamente, sin ser jamás interrumpida, sin tenerme
que levantar jamás del sillón, deslizarme fácilmente de una cosa a otra, sin
sensación de hostilidad, de obstáculos. Quiero hundirme más y más, lejos de la
superficie, con sus duros y separados hechos. Para tranquilizarme, voy a fijarme
en la primera idea que se me ocurra... Shakespeare... Importa tanto como
cualquier otro. Un hombre que se sentaba firmemente en un sillón, y contemplaba
el fuego, de modo que... un diluvio de ideas caía perpetuamente desde un cielo
muy alto sobre su mente. Apoyaba la frente en la palma de la mano, y la gente
miraba por la puerta abierta, ya que esta escena ocurre, supuestamente, en una
noche de invierno... Pero cuan aburrido es esto, esta novela histórica... No me
interesa nada. Me gustaría encontrar unos pensamientos agradables, unos
pensamientos que fueran un camino que indirectamente me reportara prestigio,
ya que éstos son los pensamientos más agradables, y se encuentran muy a
menudo incluso en la mente de la gente de modesto color ratonil, que
sinceramente cree que no le gusta oír que les canten alabanzas. No son
pensamientos que la alaben a una directamente; esto es lo bueno. Todos ellos son
pensamientos como el siguiente:
«Entonces entré en el cuarto. Estaban hablando de botánica. Dije que había visto
una flor que crecía en un montón de tierra, en el solar de una vieja casa de
Kingsway. La semilla, dije, seguramente fue sembrada durante el reinado de
Carlos I. ¿Qué flores había en el reinado de Carlos I?» Esta fue mi pregunta. (Pero
no recuerdo la contestación.) Altas flores con bolas moradas quizás. Y así
sucesivamente. Todo el tiempo no hago más que evocar mi figura en mi mente,
amorosamente, furtivamente, sin adorarla a las claras, ya que, si lo hiciera, me
reprimiría, e inmediatamente alargaría la mano en busca de un libro para
protegerme a mí misma. De hecho, es curioso ver cuan instintivamente una
protege de la idolatría a la propia imagen, así como de cualquier otro tratamiento
que pudiera ponerla en ridículo, o que la alejara tanto del original que no se
pudiera creer en ella. ¿O quizá no sea tan curioso, a fin de cuentas? Desde luego,
es asunto de gran importancia. Cuando el espejo se rompe, la imagen
desaparece, y la romántica figura, rodeada de un bosque de verdes
profundidades, deja de existir, y sólo queda la cascara de aquella persona que es
lo que los demás ven, ¡y cuan sofocante, superficial, pelado y abrupto se vuelve el
mundo! Un mundo en el que no se puede vivir. Cuando nos miramos los unos a los
otros en los autobuses o en los vagones del metro, miramos el espejo; y esto
explica la vaguedad y el vidriado brillo de nuestros ojos. Y en el futuro los
novelistas se darán más y más clara cuenta de la importancia de estos reflejos,
por cuanto, desde luego, no hay un solo reflejo, sino un número infinito de ellos.
Estas son las profundidades que explorarán, éstos son los fantasmas que
perseguirán, apartándose más y más de la descripción de la realidad, en sus
historias, dando por supuesto el conocimiento de ellas, tal como hacían los
griegos y quizá Shakespeare... Pero estas generalizaciones carecen de todo
valor. Traen a la memoria artículos de fondo, ministros del gobierno; en realidad,
toda una clase de cosas que, en la infancia, pensábamos eran la cosa en sí misma,
la cosa clásica, la cosa real, de la que una no se podía apartar sin riesgo de una
condena sin nombre. No sé por qué razón, las generalizaciones evocan los
domingos en Londres, los paseos de la tarde del domingo, los almuerzos del
domingo, y también maneras de hablar de los muertos, así como las ropas y las
costumbres, como la costumbre de estar todos reunidos en una estancia,
sentados, hasta cierta hora, a pesar de que a nadie le gustaba. Para todo había
una norma. La norma referente a los manteles, en aquel período determinado,
decía que debían ser bordados, con pequeños compartimentos amarillos, como
los que se ven en las fotografías de las alfombras que cubren los pasillos de los
palacios reales. Los manteles de diferente especie no eran manteles verdaderos.
Cuan sorprendente y, al mismo tiempo, cuan maravilloso fue descubrir que esas
cosas verdaderas, los almuerzos del domingo, los paseos del domingo, las casas
de campo y los manteles no eran totalmente reales, que en el fondo eran medio
fantasmales, y que la condena que recaía sobre el que se mostraba incrédulo ante
ellas sólo consistía en una sensación de libertad ilegítima. Y me pregunto qué es
lo que ahora ocupa el lugar de aquellas cosas, aquellas cosas corrientes, reales.
Un hombre quizá debiera ser una mujer; el masculino punto de vista que
gobierna nuestro vivir, que ha sentado la norma, que ha establecido la Tabla de
Precedencia del Whitaker, que se ha convertido, a mi parecer, después de la
guerra, en su mitad fantasmal para los hombres y para las mujeres, que pronto,
cabe esperar, será arrojada entre risas al cubo de la basura al que van a parar los
fantasmas, los aparadores de caoba, los grabados de Landseer, los dioses y los
demonios, etcétera, dejándonos con un ilegítimo sentido de libertad. Si es que la
libertad existe...
Bajo ciertas luces, la mancha en la pared parece surgir de la pared. No es
totalmente circular. No estoy segura, pero parece proyectar una visible sombra,
de manera que, si pasara el dedo por esta parte de la pared, el dedo ascendería y
descendería sobre un pequeño promontorio, como aquellos que se ven en los
South Downs y que son, según se dice, cementerios o castros. De entre una cosa y
otra, preferiría que fueran tumbas, por cuanto me gusta la melancolía al igual que
a la mayoría de los ingleses, y me parece natural, al término de una paseata,
pensar en los huesos enterrados bajo la hierba... Seguramente hay un libro que
trata del asunto. Algún anticuario habrá desenterrado esos huesos y les habrá
dado nombre... ¿Y qué clase de hombre es un anticuario? Me atrevería a decir
que, en su mayoría, son coroneles retirados, al mando de ancianos obreros allí,
arriba, que examinan piedras y grumos de tierra, y que entablan
correspondencia con los clérigos de la vecindad, lo cual, debido a que abren las
cartas a la hora del desayuno, les da sensación de importancia, y la comparación
de puntas de flecha exige efectuar viajes a través de los contornos para ir a las
poblaciones cabezas de partido, agradable necesidad, tanto para los clérigos
como para sus esposas ya entradas en años que desean hacer jalea de ciruela o
limpiar el estudio, y tienen muy buenas razones para mantener en estado de
perpetua duda la cuestión de si es cementerio o castro, mientras el coronel se
siente placenteramente filosófico, al acumular pruebas en uno y otro sentido.
Cierto es que, a fin de cuentas, el coronel prefiere creer que se trata de un castro.
Y, al ser su tesis contradicha, el coronel pergeña un folleto que se dispone a leer
en la reunión trimestral de la sociedad local, cuando la apoplejía le ataca, y su
último pensamiento consciente no se centra en su mujer, ni en sus hijos, sino en el
castro y en la punta de flecha, que ahora se encuentra en una vitrina del museo de
la localidad, juntamente con el pie de una asesina china, un puñado de clavos de
los tiempos de Isabel I, gran número de pipas de barro Tudor, una jarra romana y
el vaso en que Nelson bebió... algo que no sé.
No, no, nada está demostrado, nada se sabe. Y si ahora me levantara, en este
mismo instante, y comprobara que la marca en la pared es realmente —¿qué voy
a decir?— la cabeza de un viejo y gigantesco clavo, clavado hace doscientos
años, que ahora, gracias al paciente desgaste producido por largas generaciones
de criadas, ha asomado la cabeza por la capa de pintura, y tiene la primera
impresión de la vida moderna, en esta estancia de paredes pintadas de blanco e
iluminada por el fuego del hogar, ¿qué ganaría, yo, con ello? ¿Conocimientos?
¿Más posibilidades de elaborar hipótesis? Sentada, soy tan capaz de pensar como
en pie. ¿Y qué es el conocimiento? ¿Qué son nuestros hombres eruditos sino los
descendientes de brujas y ermitaños que vivían agachados en cuevas y bosques,
cociendo hierbas e interrogando a ratones campestres, y consignando el
lenguaje de las estrellas? Y además menos honores les rendimos, a medida que
nuestras supersticiones menguan, y que nuestro respeto por la belleza y la salud
de la mente aumenta... Sí, cabe imaginar un mundo muy agradable. Un mundo
tranquilo y amplio, con flores muy rojas y azules en los campos bajo el cielo. Un
mundo sin profesores ni especialistas ni caseros con perfil de policía, un mundo
que se pudiera cortar con el pensamiento tal como el pez corta el agua con sus
aletas, rozando los tallos de los nenúfares, quedando suspendido sobre
conglomerados de blancos huevos marinos... De cuanta paz se goza en este
fondo, enraizados en el centro del mundo, y mirando hacia lo alto, a través de las
aguas grises, con sus bruscos rayos de luz, y con sus reflejos... ¡si no fuera por el
Almanaque de Whitaker!, ¡si no fuera por su Tabla de Precedencias!
Debo ponerme en pie de un salto y ver por mí misma qué es realmente esta
marca en la pared, ¿un clavo, un pétalo de rosa, una grieta en la madera?
Y aquí tenemos a la naturaleza jugando una vez más al viejo juego de la
autoconservación. La naturaleza se da cuenta de que esta clase de pensamiento
no hace más que amenazar con un derroche de energías, incluso con cierta
colisión con la realidad, por cuanto, ¿quién se atreverá jamás a alzar un dedo
contra la Tabla de Precedencias de Whitaker? Detrás del Arzobispo de
Canterbury va el Lord Presidente de la Cámara de los Lores; y el Lord Presidente
de la Cámara de los Lores va seguido por el Arzobispo de York. Siempre hay
alguien que va detrás de alguien, según la filosofía de Whitaker; y lo más
importante es saber quién va detrás de quién. Whitaker sabe, y tú deja, aconseja
la naturaleza, que esto te consuele, en vez de enfurecerte; y si no puedes quedar
consolada, si tienes que destruir esta hora de paz, piensa en la mancha en la
pared.
Comprendo el juego de la naturaleza, su invitación a actuar, a fin de poner
término a todo pensamiento que amenace con excitar o causar dolor. De ahí,
supongo, surge nuestro desprecio por los hombres de acción: hombres,
presumimos, que no piensan. De todas maneras, nada malo hay en poner punto
final a los pensamientos desagradables, por el medio de mirar una mancha en la
pared.
Realmente, ahora que he fijado la vista en la mancha, tengo la sensación de
haberme asido a una tabla en el mar, siento una satisfactoria impresión de
realidad que inmediatamente convierte a los dos arzobispos y al Lord Presidente
de la Cámara de los Lores en proyecciones de sombras. Aquí hay algo definido,
algo real. De la misma manera, al despertar a medianoche de una pesadilla
horrorosa, una enciende apresuradamente la luz, y yace pasivamente, adorando
la cómoda, adorando la solidez, adorando la realidad, adorando el mundo
impersonal que es demostración de una existencia que no es la nuestra. Esto es
aquello de lo que una quiere tener certeza... Es agradable pensar en madera.
Procede de un árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Crecen
durante años y años, sin prestarnos la más leve atención, en prados, en bosques,
en las riberas de los ríos... Todo ello cosas en las que a una le gusta pensar. Bajo
los árboles, las vacas agitan la cola en las tardes calurosas; los árboles pintan a
los ríos tan verdes que, cuando una cerceta se lanza a las aguas, una espera verla
salir con las plumas teñidas de verde. Me gusta pensar en los peces, en equilibrio
contra la corriente, como una bandera tensada por el viento; y los escarabajos
peloteros levantando despacio cúpulas con el barro del río. Me gusta pensar en
el árbol en sí mismo: primero la inmediata y seca sensación de ser madera,
después su movimiento en la tormenta, después el lento y delicioso correr de la
savia. También me gusta pensar en el árbol, alzado en las noches invernales en
un campo solitario, con todas sus hojas prietamente enroscadas, sin que nada
tierno de él quede expuesto a las balas de hierro de la luna, un mástil desnudo
sobre la tierra que cae y cae durante toda la noche. El canto de los pájaros
forzosamente ha de tener un sonido muy alto y raro en el mes de junio; y qué
sensación de frío causarán las patas de los insectos sobre el árbol, a medida que
avanzan trabajosamente por las hendiduras de la corteza, o toman el sol en la
delgada y verde cúpula de las hojas, y miran rectamente al frente con sus ojos
rojos tallados como diamantes... Una tras otra, las fibras se quiebran bajo la
inmensa y fría presión de la tierra, y entonces llega la última tormenta, y las más
altas ramas, al caer, penetran de nuevo profundamente en la tierra. A pesar de
todo, la vida no ha terminado; quedan millones de pacientes y vigilantes vidas
para un árbol, a lo largo y ancho del mundo, en dormitorios, en buques, en
pavimentos, en cuartos de estar donde hombres y mujeres se reúnen después de
tomar el té y fuman cigarrillos. Rebosa pensamientos de paz, pensamientos
felices, este árbol. Me gustaría considerar por separado cada árbol, pero hay un
obstáculo que lo impide... ¿Dónde estaba? ¿De qué trataba? ¿Un árbol? ¿Un río?
¿Colinas? ¿El Almanaque de Whitaker? ¿Campos de asfódelo? Nada recuerdo.
Todo se mueve, cae, resbala, se desvanece... Hay una vasta conmoción de la
materia. Alguien se encuentra en pie junto a mí, y dice:
«Salgo a comprar el periódico.»
«¿Sí?»
«Aunque no vale la pena comprar el periódico... Nunca pasa nada. Maldita
guerra; que Dios la maldiga... De todas maneras, no veo por qué hemos de tener
un caracol en la pared.»
¡Ah, la mancha en la pared! Era un caracol.
1 comentario:
Adeline Virginia Woolf (Stephen de soltera; Londres, 25 de enero de 1882 – Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941) fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX.
Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) , Orlando: una biografía (1928), Las olas (1931), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.
irginia Woolf se suicidó rellenándose los bolsillos del vestido con piedras y zabulléndose en el río Ouse, Lewes, Sussex, el 29 de marzo de 1941.
"Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta ocasión. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar (...) Te das cuenta, ni siquiera puedo escribir esto correctamente. No puedo leer (...) No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo", le escribió a su marido en su carta de despedida.
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